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Miguel Gane
Miguel Gane

Miguel Gane, un ejemplo de que puedes ser todo lo que tú quieras

¿Cuánto vale tu sueño?

La felicidad siempre me ha parecido un concepto abstracto e imposible. Por eso he acabado siendo un fiel partidario de la risa. A lo largo de mi vida, he aprendido pocas cosas, y una de ellas fue precisamente esa, alejarse de las cosas que te dejan sin risa.

Mi trabajo ya no me llenaba. Después de siete años estudiando dos carreras, dos másteres, y de casi un año trabajando en despachos, dije basta. Un viernes de mayo de 2018, decidí cambiar mi vida. Me metí a estudiar derecho con un propósito: hacer del mundo un lugar más habitable y justo. Tenía un motivo, las ganas y con eso era suficiente.

Entretanto, coqueteaba con la literatura, pero nunca la vi como una posibilidad en futuro, nunca la vi con los ojos con los que se mira una profesión. En mi defensa diré que son muy pocas las personas que nacen queriendo ser escritores. La literatura viene con el tiempo, es caprichosa e insegura, necesita de una pizca de locura y de mucha valentía.

Aquel viernes, me duché, me puse el traje y me fui a la cocina para desayunar. Mi madre estaba tomándose un café. Por alguna razón, por alguna chispa, por algún momento de honestidad brutal, exploté. Le dije que no podía más. Había perdido las ganas, había perdido la fuerza, había perdido la calidad de vida, había perdido todo lo que se suponía que jamás debía perder. Tenía veintitrés años y vivía como alguien de cincuenta.

Ya no quería ser abogado, ya no quería ir al despacho ni hacer míos los problemas de los clientes, ya no quería reuniones, ni llamadas, ni emails. Ya no quería odiar a los funcionarios ni a mis otros colegas. Ya no quería caer. Tan solo quería sentarme a contemplar el mundo, viajar, contar historias, escribir poemas, dar recitales, encontrarme con los lectores, en fin, solo quería permitirme el lujo de poder apostar por los libros, de agarrar la única posibilidad que había de que todo saliese bien y exprimirla, y exprimirla… Tan solo quería volar.

Tan solo quería sentarme a contemplar el mundo, viajar, contar historias, escribir poemas, dar recitales, encontrarme con los lectores…

 

En ocasiones, las preguntas adecuadas son aquellas a las que no hace falta responder. Así que me dije: ¿de qué sirve dormir en una cama que no calienta?, ¿de qué sirve la boca si no la acompaña la sonrisa? Enseguida lo supe: de nada, no sirven de nada. A partir de aquel momento, comencé a respirar y supe que debía luchar por recuperar todas aquellas cosas que había perdido.

Entonces hice de la literatura mi arma. La miré con los mismos ojos con los que miraba a la abogacía en su comienzo. Empecé a contar, sin que me diese vergüenza, sin sentirme culpable, que yo era escritor. Y me parecía tan increíble poder presumir por ahí de mi profesión… Al fin podía interesarme por las historias, por los poemas, por vivir, por la emoción del lector al cruzarse conmigo en un evento, por los nervios previos a una presentación, por el día de publicación del nuevo trabajo, por las miles y miles de personas congregadas, al mismo tiempo, en el mismo poema. Haz cualquier cosa, pero que produzca gozo, dice Miller en Trópico de Cáncer. A partir de entonces solo me centraría en el gozo.

Entonces hice de la literatura mi arma.

Llegaron decenas de presentaciones, horas y horas de firmas en las ferias del libro más importantes de España, entrevistas con periodistas que siempre admiré, cenas con escritores que, de alguna forma eran mis maestros, aunque ellos nunca lo supieron.

También crucé varias veces a Latinoamérica, qué emocionante fue ver a gente esperándome en el aeropuerto, qué emocionante fue salir escoltado de una firma en Guadalajara, qué recuerdos tan bonitos paseando por Quito, qué bien se dormía en Costa Rica, cuánto aprendí de las personas que juraban que mis libros les había salvado la vida. Nunca fui consciente de la cantidad de lecciones y, por ende, aprendizajes, que me podría dar esta profesión.

El mundo necesita de personas que se dediquen a lo que verdaderamente aman, necesita de gente que se entregue, que haga de su profesión su pasión, que lo llene todo de vocación, y que trate de mejorar a diario, pero no para ser mejor que el resto, sino para tener algo que entregar. El mundo necesita de la ilusión, del brillo en los ojos, en fin, el mundo necesita de la risa.